Jerez. La Viga: Porque Cristo estiliza la esencia de lo sublime
Con Pijota en la memoria. Con Pijota en los resquicios de la moviola de los recuerdos. Con Pijota regresando en la cofradía de los nazarenos muertos, a cuyos tramos también pertenecen por derecho propio Paco Carrasco. El barroquismo es un modo alternativo -más virtuoso, más bellamente recargado, más laberínticamente diáfano- de alcanzar una verdad, la Verdad. El gótico estiliza la cima de lo sublime y apuntala el senderismo que nos guía a esa misma suerte de verdades, de esa misma Verdad en letras mayúsculas. También góticamente se puede disfrutar una cofradía. En la elevación de la llaneza y en la estilización del espíritu. También góticamente se puede disfrutar una cofradía jerezana: en la triangulación de nuestras creencias y en la edificación de sus sintagmas verbales. La sintaxis del cofrade es la praxis del cristiano convencido cuando cada Lunes Santo el cielo aterriza, como en una pista ajedrezada de certezas, en el interior de la Santa Iglesia Catedral.
Observas el paso con detenimiento, con miramiento, con fijación, con delectación, con sumisión y con servidumbre. Elevas la retina a la cruz, al Crucificado Doliente, y rememoras la sonoridad de la letra escrita: “En el árbol de la cruz estaba Cristo pendiente. Y el cielo, el mar y la tierra cada cual su muerte siente. Tiene su cuerpo sagrado. Hecho de sangre una fuente, con la cual fue redimida la miseria y pobre gente. Culpas ajenas pagaba aquel Cordero inocente, que fue por salvar al hombre hasta morir obediente. En madero fue la ofensa de nuestro primer pariente, y en madero la redime el que es todo omnipotente. Mirándole está su Madre. En el árbol de la cruz estaba Cristo pendiente, y el cielo, el mar y la tierra cada cual su muerte siente. Tiene su cuerpo sagrado hecho de sangre una fuente con la cual fue redimida la miseria y pobre gente. Culpas ajenas pagaba aquel Cordero inocente, que fue por salvar al hombre hasta morir obediente. En madero fue la ofensa de nuestro primer pariente. Y en madero la redime el que es todo omnipotente. Mirándole está su Madre consolando el desconsuelo de aquel dolor tan urgente…”. Parece como si esta voz, la inmortal de fray Pedro de Padilla, redactara la crónica que ahora salpica de entra las letras de este teclado.
No un cortejo demasiado nutrido. El tarro de las esencias de esta cofradía catedralicia exige la medida exacta de la integración del hombre. La finura de un censo propicio. No el abarrotamiento, ni el bullicio, ni la desmesura. Aquí la mudez es cosa de privilegiados, es síntoma de seleccionados, es emblema de honrados. La Virgen del Socorro, recientemente restaurada, bajo su palio de intenciones de oro. La del trabajo incansable, fervoroso de sus hermanos. Unos niños lanzan sus capas al socaire del más eficaz aprendizaje. Se agrupan como en un tropel de nobles vuelos. Los niños son el futuro de una cofradía cargada de pasado. Aprendida de ayer y aprehendida en las entretelas de la misión evangelizadora. Dos cortejos y una misma finalidad. Dos cortejos y una misma tonalidad. La de la fe hecha milagro primaveral.
El lugar eleva sus bóvedas de encanto. Y de nuevo Padilla con su pluma a la cervantina cortada: "Ni permite ni consiente. La naturaleza humana. Fue al morir correspondiente, que puesto que allí Dios hombre con divino amor ardiente estuviese padeciendo por el hombre delincuente”.
Quedó el Cristo allí, entre la hondura de su cofradierismo, de su jerezanía, de su delgadez conmovedora, de su blanca tez, de su llamada a las nuevas generaciones. El Lunes Santo reivindica sus testimonios desde la templanza hecha magnitud penitencial en la Santa Iglesia Catedral. Siempre con Pijota en los estadios más agradecidos del recuerdo.
Informa: Jerez Información
Observas el paso con detenimiento, con miramiento, con fijación, con delectación, con sumisión y con servidumbre. Elevas la retina a la cruz, al Crucificado Doliente, y rememoras la sonoridad de la letra escrita: “En el árbol de la cruz estaba Cristo pendiente. Y el cielo, el mar y la tierra cada cual su muerte siente. Tiene su cuerpo sagrado. Hecho de sangre una fuente, con la cual fue redimida la miseria y pobre gente. Culpas ajenas pagaba aquel Cordero inocente, que fue por salvar al hombre hasta morir obediente. En madero fue la ofensa de nuestro primer pariente, y en madero la redime el que es todo omnipotente. Mirándole está su Madre. En el árbol de la cruz estaba Cristo pendiente, y el cielo, el mar y la tierra cada cual su muerte siente. Tiene su cuerpo sagrado hecho de sangre una fuente con la cual fue redimida la miseria y pobre gente. Culpas ajenas pagaba aquel Cordero inocente, que fue por salvar al hombre hasta morir obediente. En madero fue la ofensa de nuestro primer pariente. Y en madero la redime el que es todo omnipotente. Mirándole está su Madre consolando el desconsuelo de aquel dolor tan urgente…”. Parece como si esta voz, la inmortal de fray Pedro de Padilla, redactara la crónica que ahora salpica de entra las letras de este teclado.
No un cortejo demasiado nutrido. El tarro de las esencias de esta cofradía catedralicia exige la medida exacta de la integración del hombre. La finura de un censo propicio. No el abarrotamiento, ni el bullicio, ni la desmesura. Aquí la mudez es cosa de privilegiados, es síntoma de seleccionados, es emblema de honrados. La Virgen del Socorro, recientemente restaurada, bajo su palio de intenciones de oro. La del trabajo incansable, fervoroso de sus hermanos. Unos niños lanzan sus capas al socaire del más eficaz aprendizaje. Se agrupan como en un tropel de nobles vuelos. Los niños son el futuro de una cofradía cargada de pasado. Aprendida de ayer y aprehendida en las entretelas de la misión evangelizadora. Dos cortejos y una misma finalidad. Dos cortejos y una misma tonalidad. La de la fe hecha milagro primaveral.
El lugar eleva sus bóvedas de encanto. Y de nuevo Padilla con su pluma a la cervantina cortada: "Ni permite ni consiente. La naturaleza humana. Fue al morir correspondiente, que puesto que allí Dios hombre con divino amor ardiente estuviese padeciendo por el hombre delincuente”.
Quedó el Cristo allí, entre la hondura de su cofradierismo, de su jerezanía, de su delgadez conmovedora, de su blanca tez, de su llamada a las nuevas generaciones. El Lunes Santo reivindica sus testimonios desde la templanza hecha magnitud penitencial en la Santa Iglesia Catedral. Siempre con Pijota en los estadios más agradecidos del recuerdo.
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